"Es
el aquí. Es el ahora. Las bellezas por venir deberán ser nuevas. La
invité a ver el renacimiento de un cristal: frío y plano como una
pastilla. Fibras brillantes parpadeando en matrices estéticas bajo un
floreciente amanecer de sodio. Lo que nos conmueve y por tanto nos guía
es lo que está vigente."
(David Foster Wallace, La niña del pelo raro)
"Claro
que la cultura a veces es la locura, o comprende la locura. Tal vez fue
el desamor el que me impulsó a viajar. Tal vez fue un amor excesivo y
desbordante. Tal vez fue la locura."
(Roberto Bolaño, Amuleto)
Si hay dos escritores que han conquistado al gran público en los últimos años, estos son Roberto Bolaño y David Foster Wallace. Si miráis la wikipedia -templo del saber incuestionable- ambos ya están muertos, pero nos quedan sus almas en vilo, las páginas que escribieron (y las que no) flotando sobre las cabezas de los editores, agentes literarios y familiares directos.
Nos quedan sus viudas, como eternas plañideras que guardan bajo llave todos los secretos, cientos o miles de cuartillas emborronadas con una letra minúscula, renglones torcidos que van hacia el caos de quien quiere contar historias o la misma historia indefinidamente.
La historia, al igual que la broma de Foster Wallace, es infinita. Roberto Bolaño podría haber estado contándonos las atrocidades de Tijuana durante años y más y más páginas de 2666 se habrían ido añadiendo a ese libro eterno que baila en la cabeza del lector, se abre y cierra como un acordeón.
Los mártires de la santa iglesia católica llevan ahora gafas y sus rostros aparecen tatuados en la espalda desnuda de las jóvenes, o cerca de su pecho, junto al corazón que late muy deprisa cuando leen la historia febril de Arturo Belano y de Ulises Lima, esos detectives del hambre que recorren México y la España mediterránea apurando poemas y el frío de las pensiones.
Los nuevos hérores son de pluma arcaica y escriben toda una noche, arriesgan su salud mental y física, se hacen adictos a la droga del insomnio, del hambre y la libreta de ahorros vacía. Como esos viejos toreros -más cornadas da el hambre- se encierran en un cuarto de blancas paredes, con un flexo y cigarrillos, con el estupor de quien debe donar sus inquietudes a alguien, aunque sean las personas más tímidas del universo y quieran salir siempre en las fotos con el mismo rostro, esa gestualidad fantasmagórica, esa huida constante en la mirada.
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